MI BANDA SONORA

 

MI BANDA SONORA



 Pedro Laza y sus Pelayeros


Uno de los recuerdos más claros que tengo de mi infancia es el sonido de una canción indefinida que mi abuela Julia tarareaba una y otra vez mientras caminaba por la casa. Después se sentaba en su mecedor y mezclaba su risa llana con las notas melancólicas de "El Ermitaño" el más underground de los vallenatos que recuerde. Su música y el sonido de las olas del mar se repetían hasta el infinito, convirtiéndose en mi mejor manera de conciliar el sueño. Un acto de amor convertido en canción de cuna, mi rito de iniciación a la música. Y así de la misma manera como fui despertando a la vida, se fue condimentando mi mundo musical. 

A orillas del mar Caribe, Cartagena era la ciudad guarachera por excelencia. Abierta más al goce que al consumo, el son y el bolero se mezclaban de tal manera con la vida diaria, que hasta el amor y la comida se definían en claves musicales. Las voces musicales del Benny Moré, Rolando Laserie, Pedro Laza o Ismael Rivera, pasaban por la sala, se metían en los cuartos y llegaban hasta la cocina intensificando los aromas y los amores. El Caribe tiene la magia de convertir lo trascendental en masticable, allí no existe dios al que no le vacilen su corona. Vivíamos en la Calle Real del Cabrero el otrora barrio de Rafael Núñez, en una casa grande que limitaba con el mar. La noche y la luvia eran una experiencia deliciosa en donde se mezclaban los olores marinos con la rabia de las olas que golpeaban contra el malecón. En el barrio que era una hermandad caribe más que otra cosa, circulaban toda clase de complicidades. Recuerdo a Lala Pombo, con su presencia atrevida, su falda justa y su risa callejera sacándole la lengua a todos los manuales de conducta de su época. Sus pulseras eran una declaración sonora y repicaban tanto, que hoy son el principio de muchos de los boleros que conozco. Mi afán era seguirla hasta su casa para espiar su rutina, una mezcla de sabiduría y locura que ella conjuraba en la dosis exacta. Su espacio vital se reducía a un pequeño cuarto con un tocador y una cama en medio de un panteón estelar en donde Clark Gable, María Félix, Marlene Dietrich, se daban cita entre frasquitos de perfumes, collares y toda clase de amuletos, asegurando la inmortalidad de todo el que allí entraba. Su ritual comenzaba al ver reflejada su boca en la luna del tocador, luego pintaba sus labios del rojo más rojo de los rojos conocidos, mientras buscaba entre su ropa su varita mágica: un longplay cargado de boleros. Todo se resumía, todo quedaba claro en aquel momento. Creo que ese lugar fue el temprano responsable de "Tu amor es más dañino que tu ausencia", la obra que colonizó uno de los baños de la Estación de la Sabana de Bogotá, un lugar cargado de ires y venires que repitió una y mil veces el bolero Total, imprescindible en mi banda sonora.

A los siete años llego a vivir a la entonces fría, gris y conventual Bogotá. Sólo algunas temporadas cortas de vacaciones me devolverían el paisaje perdido, esa canícula caribe que invocaba varias veces al día para seguir viviendo. La televisión surgía como nuevo habitante de los hogares y con ella la maravillosa e idealizada época de los sesenta. Y fue precisamente en la radio donde una tarde escuché lo que sería la segunda gran influencia musical de mi vida: el rock. Los Beatles eran el fenómeno musical del momento y con ellos, una canción que se había convertido en himno de nuestros recién inaugurados romances: “Yesterday”. Casualmente, y mientras hago memoria de mis musas musicales, un noticiero anuncia, dentro de lo que puede llamarse la enfermedad estadística del milenio, a “Yesterday como la número uno entre las canciones más hermosas de este siglo, escogida por supuesto, por un público anglo parlante.

Así, a los trece años ya tenía una insólita mezcla de guaracha, porro, son, bolero y rock. Los beatles, Joe Cocker, Bob Dylan, Frank Zappa, Jim Morrison, Janis Joplin, los Rolling Stones, son todavía, unas de mis mejores razones.

En esos días soñé con ser bailarina; pero mi tiempo libre sólo me alcanzaba para la poesía. Escribía mucho y curiosamente sólo dibujaba aquello que no podía describir con palabras. Mis cuadernos estaban llenos de besos coloreados, que luego desaparecieron con mi libro de artistas, que con mi afición al cine son la herencia más clara de aquel cuartico rojo lleno de boleros y de imágenes inmortales. Después llegaron mis primeros bailes. Richie Ray y su ”Jala Jala y Bogaloo”, fueron el frenesí total y sus tambores se convirtieron en el pretexto perfecto.

Seguía pintando y escribiendo. Mi archivo vivencial crecía. Sartre, Camus, Beauvoir eran los paradigmas de mi pensamiento y lo único que importaba era escribir y escribir. Todavía lo hago casi a diario: para pintar, para vivir.


Decido estudiar Periodismo, pero la llegada de mi primer hijo me obliga a retirarme de la universidad. Son varios años creciendo y soñando con ellos, hasta que un día me decido por el arte. New York y México me esperan. Mis apetitos sonoros crecen y se van condimentando con el jazz, el blues, la timba cubana, la música caribeña y el ruido infernal de las ciudades. Y aparece de nuevo aquella canción sin nombre que tatareaba mi abuela conspirando con el sonido libertario de la música del siglo XX. La música es inevitable en mi vida. Me pregunta, me sanciona, me persigue, y aunque a veces necesito el silencio, sólo sucede en aquellos momentos en que la forma estalla y se basta a sí misma. Porque la música tiene esa extraña virtud de invadirlo todo, hasta la memoria.


Muriel Angulo

"Mi Banda Sonora", Emisora 91.9 Javeriana Stereo. 

Bogotá, 1997.



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